Espectros de la violencia

¿Violencia como espectro?

Para comenzar a hablar de un espectro de la violencia, primero cabría resolver una serie de dudas que podrían partir de la propia afirmación de la existencia de dicho espectro, por lo que resulta adecuado comenzar con un marco definitorio.

Para poder definir la violencia, el primer paso más adecuado sería distinguirla de la agresividad, utilizada erróneamente como un sinónimo de la primera. La agresividad, según Sanmartín (2007, p. 9), es puramente biológica, y es una respuesta o conducta innata ante determinados estímulos y que cesa ante la presencia de inhibidores específicos. Por otro lado, define la violencia como una “agresividad alterada, principalmente, por la acción de factores socioculturales que le quitan el carácter automático y la vuelven una conducta intencional y dañina” (Sanmartín 2007, p. 9). Sin embargo, referirse a la violencia como sustituto de “conducta intencional que causa o puede causar un daño” (Sanmartín 2007, p. 9) es un blanqueamiento, intencional o no, de la violencia sistémica. La violencia tiende a malentenderse en diversas ocasiones como un único elemento directo de agresividad intencional, ya sea de forma verbal o física, con el objetivo de dañar la integridad personal, física y/o moral de algún individuo o colectivo, pero no debemos infravalorar las capacidades de las violencias más sutiles de nuestros sistemas culturales. Existen diversas formas sutiles de coerción que imponen relaciones de dominación y explotación (Žižek 2017, p. 17) que dan forma y legitiman de alguna manera al sistema capitalista. Además, la principal preocupación del liberalismo tolerante que predomina hoy nuestros días es la oposición a toda forma de violencia (Žižek 2017, p. 17) pero, como bien plantea Žižek (2017, p. 17), esto parece más un “intento a la desesperada de distraer nuestra atención del auténtico problema”: la violencia sistémica o sistemática, sin olvidarnos, por supuesto, de las violencias de estado.

Esta violencia es fundamental para el sistema capitalista, y juega en el tablero común con la ventaja de que ya no podemos atribuir esa violencia a individuos concretos ni a intenciones subjetivamente malvadas, sino que es completamente objetiva, sistémica y anónima (Žižek 2017, p. 20). La violencia sistémica, efectivamente, no se puede atribuir a un individuo concreto, “sino que encuentra sus raíces en un sistema sociocultural que genera sus condiciones materiales de posibilidad, le da sentido y la encubre” (Pérez y Fernández 2022, p. 6), ejerciéndose mediante diversas prácticas y discursos normativos que acaban resultando en “dañar a colectivos subordinados” (Pérez y Fernández 2022, p. 6). Esto aquí definido da pie a explicar por qué es un error definir a la violencia únicamente como una conducta intencional: la violencia puede ser pasiva y, además, necesita serlo para poder autolegitimarse continuamente. Aunque partamos de una idea de violencia basada en la evitabilidad del daño, la violencia se naturaliza y se considera inevitable escudándose en elementos como la cultura, la tradición o el sentido común (Pérez y Fernández 2022, p. 6). Además, como ya hemos dicho, esta violencia no se puede atribuir a un individuo concreto, y esto implica romper con el binarismo de victimario-víctima para centrar nuestra atención también en la violencia pasiva basada en el silencio, los aplausos y la complicidad (Pérez y Fernández 2022, p. 6) que permiten el mantenimiento e, incluso, el avance de dinámicas intrínsicamente violentas.

Tras pasar esta definición, llega la duda principal: ¿por qué un espectro? Pues porque la violencia funciona, a la vez que como un concepto paraguas, como un constructo social. Entendemos los constructos sociales, dentro del ámbito del imaginario colectivo -que es también, curiosamente, un constructo social-, como resultados culturales de procesos sociales, como frutos de la generación de normas fuera de la naturaleza construidas en base a creencias, tradiciones y costumbres, además de ser una forma de definir ciertas nociones y símbolos que le aportamos a objetos, eventos o características. Sin embargo, los constructos sociales no marcan líneas ni límites, y se confunden con elementos naturales o innatos, ya sea con conveniencia o no, y aunque no representen con fidelidad la realidad de la experiencia de las personas de una cultura y/o sociedad. Planteado este inconveniente de los constructos sociales, entendemos una forma simplificada de entender los constructos sociales y de diferenciarlos de lo innato: cómo le afecta el paso del tiempo. Las nociones generales de lo que era violencia y de lo que es violencia ahora han tenido una evolución vertiginosa a lo largo del tiempo. Lo que antes se consideraba natural, innato o inevitable, es ahora categorizado como una violencia más en el amplio repertorio de conceptos. Por ejemplo, la violencia sistemática ejercida sobre las mujeres por su condición de mujeres era considerado un acto natural dentro de un sistema que colocaba al hombre como dueño de ellas, pues resultaba obvio que esa fuera la forma de actuar sobre un objeto que se posee, pero hoy, aunque todavía no nos libremos de esa lacra, se ha desnaturalizado y se ha acuñado el concepto de violencia de género para comprender esas violencias sistemáticas y sus expresiones.

Sistematización y sutilezas

Entendiendo la violencia como un constructo social, ahora sí podemos aplicarla sobre un espectro. La violencia no puede limitarse a ser observada como un conjunto específico de valores, cada uno de ellos separado de los demás, sino que debe comprenderse como un valor por sí mismo, que puede observarse en su totalidad comprendiendo una evolución que no se limita, sino que existe a través de un continuo. Dentro de este espectro, y a razón de los siguientes capítulos de esta investigación, observaremos ese continuo partiendo de las violencias de estado, de las violencias sistemáticas y de todas las derivas de estas dos, entendiéndolas como raíces difusas.

En lo general, cuando se habla de violencia sutil, tiende a hablarse de la violencia psicológica ejercida en el ámbito amoroso con el fin de minar la autoestima o la autopercepción a una pareja. Sin embargo, aquí la utilizaremos como una forma de refererirnos a aquellas violencias sistémicas que son tan sutiles que no suelen comprenderse como violencia por el público general. Por ejemplo, tardamos muchísimo tiempo en empezar a referirnos a distintos aspectos de la atención a las mujeres que dan a luz como violencia obstétrica, porque eran violencias tan naturalizadas incluso por parte de las mujeres que no se categorizaban como tal.

Comenzaremos a hablar aquí sobre las violencias de estado. Max Weber (1920) definía al Estado como “monopolio de la violencia”, y esta definición es, a su vez, una de las características necesarias para que un Estado se pueda definir a sí mismo como tal. Las palabras que utiliza para definirlo es que un organismo es “un Estado en la medida en que su equipo administrativo mantiene exitosamente una demanda sobre el monopolio del uso legítimo de la violencia en la ejecución de su orden” (Weber 1920). Y es más, no es solo que el Estado posea ese monopolio y pueda ejercerlo, utilizando para ello las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, sino que, además, distintos individuos y/u organizaciones pueden hacer uso de esta violencia bajo el permiso y la legitimidad que le puede llegar a otorgar el propio Estado, utilizando para esto la regulación a través leyes sobre el uso de la violencia por parte de la ciudadanía.

Sin embargo, podría entenderse mediante esto que la regulación de la violencia no tiene por qué implicar la aplicación de la misma desde el propio organismo estatal, pero esta afirmación sería completamente errónea. Los cimientos de los Estados, sobre todo tras las dos grandes guerras mundiales, y haciéndose muchísimo más latente desde la Guerra Fría y tras la desintegración de URSS, están conformados por la coacción y el uso continuado de la violencia.

El tránsito entre uno y otro [el mundo bipolar y el mundo global] ha involucrado asimismo un uso importante y diferenciado de la volencia que se articula con las nuevas formas de lo político, lo social y lo subjetivo (Calveiro 2012, p. 14).

La sistematización de la violencia forma parte directa del sistema, y constituye la mayor pata de apoyo del sistema al completo. Sin el uso de la violencia y sin mantener su monopolio sería complejo para el sistema, no solo mantener su status quo, sino también mantener el beneficio económico del capital.

Lo invisible, lo no condenado

Y toda esta violencia, en gran parte sostenida bajo nuestros relativamente nuevos sistemas de sociedad transparente, de la que hablaremos a continuación, resulta invisible ante nuestros ojos. ¿Cómo puede ser que no seamos capaces de ver toda la violencia aplicada sobre nosotras?

Byung-Chul Han (2012) definía a nuestra sociedad actual como una “sociedad positiva” que persigue una igualdad de entendimiento, transparente, que suprime cualquier negatividad para que el activismo se convierta en una mercancía vacía de significaciones. Un gran ejemplo de esto podemos encontrarlo en el Mes de Orgullo, convertido mediante mecanismos capitalistas en un evento vacío de reivindicación. Esta sociedad transparente no permite que exista una negatividad que cuestione al sistema existente, es completamente ciega ante lo que hay fuera del sistema. Byung-Chul Han (2012) también expone dos características fundamentales de la sociedad transparenta: primero, nuestra completa exposición y, segundo, la evidencia. En este caso, nos interesa hablar sobre la exposición, que debe ser completa y continua: es necesario que entreguemos todo a la visibilidad, hacer que todo pierda su valor cultural y su significado. Es decir, el sistema funciona suprimiendo todas las acciones sociales y culturales bajo la homogeneidad transparente, pero también funciona aprovechándose de dicha trasnparencia. En este sentido, hay que comprender las capas de transparencia y su forma de opacarse. El Estado ya no necesita ocultar información. Es más, puede ser completamente abierto y transparente, pues todo es tan abierto y transparente que estamos saturadas de información e imágenes. Tanta información e imágenes transparentes generan una maraña que opaca, que no permite ver. Por tanto, la única acción que el sistema tiene que hacer es redirigir toda la información supérflua hacia nosotras, opacando mediantes capas y capas de información la acción y la violencia del sistema. La violencia sistemática es más complicada de condenar porque es más complicada de ver, de encontrar. Pero está ahí, está entre todas nosotras. Sin embargo, como hablamos antes, esta violencia sigue siendo anónima, por lo que es más compleja de señalar. Esto, con todo, no impide la creación de movimientos sociales, colectivos y horizontales que, paso a paso, hagan posible un señalamiento ante toda esto violencia sistemática, invisible y no condenada.

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Precariedad y marginalidad